XESÚS E A CASA DA TROYA
Por J.J. García Pena
En Uruguay -culto y democrático país de Sudamérica- las películas de cualquier procedencia se exhiben en los cines respetando el audio original por razones culturales y artísticas desde los albores mismos del cine sonoro.
Por eso, a los pocos días de llegar, me impactó oír al jefe Toro Sentado hablando en inglés mientras me afanaba por leer los escurridizos parlamentos escritos en castellano sobre su pecho, barriga o piernas. O caballo, si se cuadraba.
En “la España de Franco” me había resultado mucho más fácil y confortable ver cine: los héroes y villanos de Duelo al sol, por ejemplo, hablaban comodiosmanda. Es decir: sin carteles y con claro acento de Vallecas o Chamberí:
—- ¡Desenfunda, Esmizz!
Y Schmidt, alertado, desenfundaba.
Había pasado menos de un año desde aquel sorprendente y corto diálogo del cacique Sitting Bull cuando la por entonces joven, potente y próspera colectividad gallega se vio sacudida por el anuncio de la llegada y actuación, en Montevideo, de una tuna estudiantil de Santiago simultáneamente con la proyección de una película emblemática para todos los gallegos. ¿Será necesario describir la emotiva euforia de mis paisanos asistentes a la matiné en que, como frio plato de entrada se servía ¿Quo vadis?, un viejo filme de 1951, pero como plato central y postre nada menos que La casa de la Troya.
Para comprender el ambiente reinante digamos que la emigración española -y gallega muy en particular- hacia Sudamérica estaba todavía en pleno auge y la morriña no perdonaba ocasión de ser compartida, retroalimentando saudades varias. Mi voz trémula, aún castiza, infantil e incontinente, se alzó en el recinto a oscuras:
— ¡Mirad, mirad! ¿Oísteis? ¡Dijo… y sardinas de Sada! ¡De Sada, dijo!
En la sala estaba presente toda la gama de edades de nuestra gente desde los cinco a los noventa años. Cada tanto se oía un…
— ¡Mecajo en…! ¡Esa é a praza da miña parroquia!
O…
— ¡La hostia consajrada, si é o meu pobo!
Reacciones pueriles, tal vez; y sin duda muy difíciles de justipreciar para quienes no hayan padecido la angustia de una emigración indeseada. Pueriles y primitivas, posiblemente; pero lacerantes como el propio dolor de ausencia de aquellos espectadores mancomunadamente sensibilizados.
Los había recién llegados como mis pequeños hermanos Pilar, Fernando y yo; otros no tanto y también los que, tras años y mil sacrificios, ya gozaban de un presente tan desahogado que hasta se permitían el envidiable lujo no solo de volver de vez en cuando a su añorado terruño, sino que podían darse el supremo de traer a sus viejos padres de paseo.
Esto último -me consta- les aconteció al anciano don Manuel y a su locuaz mujer, cuyo nombre no trascendió en aquel dialogo que -sin poder ni querer evitar oírlo por mi parte- se suscitó a la salida de aquella sala llena de suspiros y ojos enrojecidos. El matrimonio había acudido a la función invitado y en compañía de su hijo cuarentón y su nuera, ya medio “uruguayizados” ambos.
— ¿ E a tí que che pareceron as películas Manuel, que moi caladiño te vexo…?
— ¿E qué habíanme de parecer, muller? A da casa da Troya ben se ve que justóulle a todo o mundo, e a min tamén, ¡Ay, sí!, que non tén falla ninjúa. Pero a primeira…
— ¿E lojo?, ¿qué diantres lle viches de malo que non che justóu,home?
— De malo nada, muller, que este Xesús -e aínda o mesmo Pedro- sónche como os de todalavida, pero…
— ¿Pero qué, hó? ¡Fala dunha puñeteira vez!
— ¡Póis que este Xesús non fala en castelán como fala na nosa terra, senón n’ese injlés do demo!
— Papá: ¡Es que el Nazareno no hablaba en castellano ni en inglés, sino en arameo!
— ¿E tí que sabes, bobero? ¡Cala a boca e non blasfemes, meu fillo! Xa lle prejuntaréi e m’o dirá o crejo ao chejar a aldea. ¡Que don Benito leva máis de trinta e catro anos repitindo os sermós, os milajres e as palabras sajradas c’as ten ditas Cristo en castelán (nin siquera en jallejo, mira tí ) non en injlés, ¡E moito menos en ajoramexo, coma dís tí, herexe.