galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

EL DERECHO A LA DUDA

Por José Carlos Romero Pérez

La primavera hacía más de un mes que había llegado a su culmen,  y  ya empezaban a asomar los frutos del empeño de la vida por perpetuarse. Todo crecía a buen ritmo con la ayuda del que eligió uno de los oficios más nobles existentes sobre la faz de la tierra para buscarse el sustento: el agricultor. Ese artista, siempre minusvalorado, maestro en  cuidar los regalos de la vida con mimo, y modelador del entorno para deleite de todos.

Olía  a verde por todo el valle, el agua se oía bajar cantarina por los surcos abiertos con azada para saciar la sed de los sembrados y frutales que estaban en todo  su apogeo, la sobrante rezumaba por los vallados encharcando los caminos, y nosotros  íbamos al atardecer sorteando este agua, mágicamente atrapada en las huellas del ganado, para ir la ermita, pues era a la novena en honor a la Virgen de la Nieves, una de las muchas que se veneran a lo largo y ancho de nuestra amada Galicia.

Llegado el día principal, no ponemos nuestras mejores galas para asistir a los actos que allí se celebran.

El cinco de agosto, era más que una simple celebración religiosa, era el día para el reencuentro de muchas familias separadas por la emigración; emigrantes que pedían esos días libres a sus patrones, franceses, alemanes, suizos… y, los más afortunados, cerraban sus pequeños negocios en Lisboa o Madrid para honrar a su virgencita en el día grande.

De vez en cuando llegaban, como golondrinas solitarias, gentes que venían de Argentina, Cuba  y otros países de América; muchos no volvían y dejaban aquí a esas mujeres enlutadas a las que cantaba nuestra Rosalía…

Éste vaise i aquél vaise,
e todos, todos se van.
Galicia, sin homes quedas
que te poidan traballar.
Tes, en cambio, orfos e orfas
e campos de soledad,
e nais que non teñen fillos
e fillos que non tén pais.
E tes corazóns que sufren
longas ausencias mortás,
viudas de vivos e mortos
que ninguén consolará.

 

Los escasos dos kilómetros que separaban nuestra casa de la ermita los llevo grabados en mi retina como si fuese ayer. Para llegar con los zapatos decentemente limpios, había que ser muy hábil para sortear los numerosos charcos de agua y alguna  que otra bosta del ganado que por allí pasaba, pero merecía la pena.

El olor al frescor del heno recién segado, de la flor cortada, de la tierra mojada, el de las calas que los devotos llevaban a su santa, y, como no, el del estiércol perfumando, lo envolvía todo.

El camino estaba bordeado por parras que mostraban los racimos aun verdes, y las dalias, rosales y geranios que alguien había plantado al azar.

En nuestro recorrido nos íbamos encontrando con los recién llegados con los que nos deteníamos a conversar. En sus rostros y el brillo de sus ojos se adivinaba la felicidad del rencuentro con sus seres amados.

Enfilábamos una corredoira adornada con farolillos de mil colores, con forma de bandoneón,  que siempre unos vecinos traían de Madrid.

A las doce de la mañana salía la procesión de la Virgen de las Nieves, acompañada de su amiga emigrada, la argentina Virgen de Luján.

Todos los años se hace el mismo recorrido; va hasta el cruceiro, da una vuelta a la capilla y se detiene en la puerta principal para dar paso al del ritual de la subasta del honor para recogerla y dejarla en su lugar preferente de la ermita.

En el caminar de la procesión vamos topándonos con gentes que tenían un nexo común, todos eran o fueron los campesinos que modelaron con su sudor este vergel. También a casi todos les unían, infancias felices, juventudes de amores locos… y algún familiar emigrado.

Al finalizar el recorrido empezaba la subasta de los banzos, el que logra ganar la puja tiene el honor de adentrar a la anfitriona en la ermita. A veces este acto nos producía cierto desasosiego, pues casi siempre los que conseguían recoger a la imagen de la Virgen era gente adinerada y no daban opción a los que para ellos eran unos advenedizos, al no ser cambio de sus exiguos ahorros. La estampa del que fuera el pobre campesino Juan llorando para poder recoger a su Virgencita encogía el corazón a  la mayoría de los que allí estaban. Las gentes lo consolaban susurrándole al oído refriéndose los pudientes que estaban en la puja: “son tan pobres que sólo tienen dinero”.

Juan contaba con el cariño y respeto de todos, y quizás con el tiempo haya comprendido que no se pude ser prisionero de las convicciones, estas puede ser una verdadera cárcel. Tal vez en esta vida hay que cuestionarlo todo, tenemos esa capacidad y debemos ejercerla, pues podemos ser muy libres, pero dejamos de serlo cuando somos reos de nuestras creencias, y lo que es peor, alguien se aprovecha de esto para secuestrar nuestras conciencias, y así imponernos su voluntad sin importarles que seas el pobre campesino Juan que viene agradecerle a su virgencita sus favores.

Yo paso de vez en cuando por delante de la ermita y vienen a mi mente recuerdos que a más de uno nos han dado denominación de origen.

Por ejemplo, Manuel Vicent, nos había contado así el cuento en “El País”…


 

 “…Pero el milagro de A Brasileira se produjo a mitad de los años ochenta del siglo pasado cuando me encontré con la Virgen de Fátima en carne mortal, sentada a un velador ante una taza de chocolate y un bollo. Era una anciana muy elegante…

Se llamaba Mary Wilkin y era inglesa. Se había casado en el año 1917 con Roberto Pinheiro, un joven topógrafo de Oporto, al que conoció en Londres. El primer trabajo de su marido consistió en realizar unos cálculos de topografía para abrir una carretera de segundo orden en Cova de Iria, un paraje abandonado del mundo junto a un pueblecito de Fátima.

Mary Wilkin, apenas una adolescente, recién casada, pelirroja, vestida de blanco hasta los pies, con sandalias y un chal azul acompañó a su marido y mientras él trabajaba en las mediciones del terreno, ella se perdía por el valle buscando flores silvestres. Era el 13 de mayo cuando le sorprendió a media mañana una tormenta y se subió descalza a un árbol. De pronto se abrió el sol entre dos cúmulos blancos, un rayo le iluminó el rostro y en ese momento, en el silencio absoluto del paraje, sonó el tintineo de campanillos de unas cabras y vio a tres pastorcillos, dos niñas y un zagal, al pie del árbol mirándola.

Aquellos niños nunca habían visto a una joven pelirroja vestida de blanco con un chal azul, salvo en la estampa de la Virgen de Murillo que había en la iglesia de Fátima. Traté de que entendieran en inglés. Jugamos al escondite y nada más.

—- Ese verano -me dijo Mary Wilkin- volví con mi marido de vacaciones a Inglaterra y de regreso a Portugal en otoño me encontré que a Cova de Iria iban decenas de miles de peregrinos…”

El hombre necesita dar explicación a su existencia, esto ha sido así en todas las culturas, pero también alguien le dotó de inteligencia para poder relativizar todo.

Todos tenemos derecho a la duda y a la búsqueda de respuestas sobre la existencia, el conocimiento, la moral… y buscar pruebas racionales sin someternos a ninguna autoridad.