LA NOVIA AUSENTE
Por J.J. García Pena
La travesia nocturna de Montevideo a Buenos Aires la pasó desvelada y en cubierta, imaginando cómo le contaría a Jean-Claude su aventura veraniega.
— ¡Jean-Claude…!
Casi se le había desdibujado el rostro de su prometido, elegante argentino de origen francés, en los casi dos meses de su ausencia de Buenos Aires. Consumió uno tras otro, sin pausa, los quince cigarrillos restantes de su última cajetilla uruguaya de «Seleccionados tabacos de Virginia»
Los cinco que faltaban los había compartido esa misma tarde, boca a boca, con el hombre recientemente descubierto, y que había estrenado, gracias a ella, su virginal virilidad.
— ¿Cómo se lo diré a Jean-Claude?-, se repetía, dudosa.
De antemano sabía que no se lo ocultaría: tan solo buscaba la mejor manera de comunicárselo sin herirlo en demasía. Debía revelarle lo sucedido. Era lo justo. Lo habían acordado al comienzo de su relación amorosa, hacía ahora tres años.
— No nos impondremos límites mojigatos ni estériles compromisos.
— Como tampoco nos ocultaremos secreto alguno de nuestros actos, sean del orden que fuesen. ¿De acuerdo?
— De acuerdo.
Pero más que la inminencia del reencuentro con su novio ,la inquietaba esa extraña y placentera sensación de saberse la iniciadora y ,al mismo tiempo, la destinataria de los ardores amorosos de aquel bisoño jovencito que apenas sabía mal besar. Evocarlo, le producía un inexplicable y desconocido gozo nervioso en el estómago.
Repasó mentalmente un pasaje de la letra del poema que habían escuchado emocionados y luego recitado juntos y que, ahora convertido en disco, llevaba aplanado en uno de sus dos bolsones de turista.
«Íbamos del brazo y tú suspirabas
porque muy cerquita te decía : -Mi bien:
¿ves como la Luna se enreda en los pinos
y su luz de plata te besa en la sien?»
Al terminar, se estremeció involuntariamente – tal vez por el aire marino – en la noche cerrada, sin más luces que las del barco, al revivir aquel pasaje de su pasado reciente en Uruguay.
Al repasar aquellos dulces versos se sentía oscilar entre el sentimiento de culpa y la luminosidad casi infantil del adolescente que la enamoró en un fugaz verano.
Al alba, Jean-Claude la esperaba en el puerto y en menos de una hora se enteró de lo sucedido.
Condiscípulos en la misma aula, ambos cursaban los últimos años de sus carreras de Psicología en la Facultad. Se habían atraído, mutuamente, desde el primer día en que intercambiaron datos de sus estudios curriculares. Discutían conceptualmente sobre Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, sobre Buñuel, Gogol, Monet , descubriendo, a cada paso, las luces y sombras que envuelven a los genios tanto como a los mortales comunes.
Amaban a Dalí, Gala y Paul Élouard como popes referentes del amor libre. Detestaban el rock escandaloso y la músiva nuevaolera y adoraban a Stravinsky, a Monti, Verdi y al Príncipe Kalender. Si acaso, algo de Elvis, dos temas de los Platers, buen jazz o blues…
Admiraban, citándolos con frecuencia, a Flaubert, Stendhal, Balzac, Neruda, Lorca, Borges, Gorki, Fidel o Ernesto Guevara. Se referían a estos dos últimos como si de personajes cercanos, casi familiares, se tratase.
Bueno… Ernesto, después de todo, era argentino…
Tras el breve y frontal relato, que no confesión, se abrazaron y tácitamente acordaron que no habrían de desarrollar ni tocar de nuevo «el tema» de modo alguno. Ni siquiera mencionaron la palabra perdón, tan frecuente en casos similares.
— ¿Perdonar por amar?
Sencillamente, el perdón no cabía en su concepción del amor…
— Amar es lo contrario de oprimir .Quien oprime no ama, se ama… ¿Okey?
— O. K.
Al menos para Jean-Claude una insignificante aventurilla estival no echaría por tierra un entendimiento tan profundo y, sobre todo, tan cerebral. Había cosas de mayor enjundia y riesgo de qué ocuparse en vez de remover tales niñerías. Soplaban, desde los Champs Elysees y sobre todo del Caribe, jóvenes vientos de revolución.
Sin embargo, para ella no resultaba tan simple apartar de su mente la dulzura candorosa de aquel encuentro fugaz y fortuito, ni los besos torpes de aquel hombre adolescente.
Debía imponerse a sí misma una disciplina mental que no interfiriese con su pragmatismo vocacional, sin renunciar, necesariamente, a lo que sentía. Se prometió, resueltamente, que ese luminoso e íntimo recuerdo del último verano, sería un comodín de oro para jugarlo, a todo o nada, si un día el destino se propusiera mostrarle su cara más negra.
Sin descuidar sus estudios, los jóvenes estudiantes freudianos participaron, entusiasta y activamente, tanto en callejeras revueltas desafiando a los «milicos » y sus caballos, como en la publicación y distribución de incendiarias proclamas y panfletos subversivos.
¡Ah! ¡Años de lucha, desapariciones forzosas y metralla, los ´70 y ´80 en la Reina del Plata y en La Tacita de Plata…!
A pesar de ello, una vez titulados e instalados en su consultorio de psicólogos, en los siguientes ocho años hubo matrimonio, hogar y dos hijos sanos y bellos. La vida rara vez se aviene a nuestra exacta medida, pero esta vez se diría que sí.
Los «revoltosos» del enorme y solidario país del hemisferio Sur, una vez más en el correr del siglo XX cayeron bajo las botas militares que estrangularon a sangre y fuego, postergándolos, sus ideales de justicia social.
La asociación criminal y parapolicial Triple A, siniestra obra de El Brujo, hizo buena parte el trabajo sucio del Plan Cóndor, vejamen telecomandado desde USA.
Luego y hasta hoy, muchas de las Madres de la Plaza de Mayo habrían de morir de pena y vejez sin recuperar ni las caras, ni las risas, ni siquiera los huesos de sus hijos y nietos, perdidos por obra y desgracia de un general alcohólico y fanfarrón y de otro general genocida y sádico con bigotes de opereta bufa, valga la muestra maldita y acotada para evitar la repulsión de tener que mencionar a todos los muchos canallas que se asociaron para delinquir, aterrando y robando a su propio pueblo.
Nunca se sabrá con certeza. Pero dicen que estos «magos del horror» hicieron «desaparecer» prematuramente de la vida -más o menos- a 30.000 argentinos. Nunca se sabrá con certeza.
Jean-Claude, fue uno de ellos.
Por escasos veinte metros no le dio el tiempo de refugiarse, corriendo, en la embajada francesa.
Dos matones trajeados lo subieron a golpes y culatazos a un auto Ford Falcon verde.
Aparecería con un tiro en la nuca, otro en el corazón y con el rostro amoratado, tajado e irreconocible por la sangre reseca, en un descampado bonaerense. Las huellas dactilares le devolvieron su identidad.
Diez meses más tarde su esposa resultaba «milagrosamente ilesa en un desgraciado accidente» en el que otro Ford Falcon verde, subió a la acera y mató, de inmediato, a la hermosa niña de siete años que iba de la mano de su madre.
No habían transcurrido dos días de duelo cuando al caer la noche una voz al teléfono le aconsejó :
– Aceptálo, piba; fue un accidente. Retirá esa denuncia inútil. Hacéme caaaso… Aún te queda un pibe que cuidar… Bueno, yo te aviseeé. Ya sos grandecita y sabés lo que hacés.
Y, sin más, colgó.
Ahora estaba más segura y decidida que nunca. De ninguna manera retiraría la denuncia y, llegado el momento, destrozaría, con sus uñas, el cuello del asesino.
Casi un año más tarde, cuando la doctora iba al volante de un auto recién estrenado, una «nebulosa falla mecánica» hizo que volcara, matándola en el acto. La sobrevivió el niño que iba en el asiento de atrás, asegurado en su salvadora sillita de menor.
Al frente de una compañía creadora-programadora de juegos digitales, el superviviente, ya hombre y emprendedor, recuerda de ese negro día poco más que el sonido que -nunca sabrá por qué- llenaba la destrozada cabina desde un magazine 8 track, en el que un viejo cantor repetía, por enésima vez, el recitado de La novia ausente , hasta que los hombres del equipo de salvamento pudieron recortar la trampa de acero y lo descolgaron de su incómoda posición cabeza abajo, mientras intentaban apartar de su vista el tropical rostro ensangrentado y los ojos negros y fijos de su madre que, por primera vez en cinco años, no acudía presurosa al reclamo de su llanto de miedo.
Confundido, amalgamado como un todo para siempre en su mente, el ingeniero evoca el cuerpo inerte de ella, atrapado en los hierros retorcidos y ligado al machacón canto de alguien que , una y otra vez, repetía como una letanía, como una oración fúnebre, aquello de…
“¿Qué duendes lograron lo que ya no existe?
¿Qué mano huesuda fue hilando mis males?
¿y qué pena altiva hoy me ha hecho tan triste,
triste como el eco de las catedrales…?”
¡Ah! ¡Ya sé, ya sé! Fue la novia ausente,
aquella que ,cuando estudiante ,me amaba,
que al morir un beso le dejé en la frente,
porque estaba fría, porque me dejab…