galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

EL CHEFF DON CARLOS

A don Carlos Iglesias Pereira

Las casas, los pueblos, las calles, las riberas de nuestra niñez, si las vacías de las gentes que nos amaron y hemos amado, son huecos cascarones de tristeza que devuelven ecos que lastiman”. 

LA GRAN PAELLA DE PIRIÁPOLIS

Por J. J. García Pena

Sabemos que el paso del tiempo es como una enorme goma que borra todo aquello que se sustenta, únicamente, en la tradición oral. De esa fragilidad se valen los tergiversadores para, cuando ya nadie quede que pueda rebatir sus amañados argumentos, atribuirles méritos y orígenes inexistentes a personajes, sucesos o creaciones. Es decir, para alterar, descaradamente, la realidad histórica.

Para que en el futuro no se repita otro falso alumbramiento, leí, busqué e indagué hasta dar con el alma máter inspiradora de la costumbre  que va consolidándose, año tras año, como una tradición de casi un cuarto de siglo, no solo local sino regional: la colosal Paella de Piriápolis, sabroso pistoletazo de salida gastronómica que, con el encendido de los fuegos paelleros por parte del Intendente del departamento (provincia) de Maldonado, sirve de comienzo oficial de temporada estival en este bello y singular balneario uruguayo, engarzado ,como una brillante esmeralda,  entre la serranía y el mar .

La punta del ovillo que habría de conducirme a don Carlos Iglesias Pereira fue la fama paellera de uno de sus nietos, Javier Piñeiro Iglesias, el más destacado alumno de este patriarca gallego.

Lo hallé a punto de encasquetarse su gorro de chef acompañado de un nutrido grupo de colegas dispuestos a oficiar, entre todos, la liturgia pagana de los fogones. De inmediato, con una sonrisa franca pero cargada de curiosidad ante el extraño que lo llamaba por su nombre, se acercó a la valla que protegería al público de los rigores del enorme fogón a gas. Un camión de bomberos oficiaba de centinela a prudente distancia y el audio de la pantalla gigante atronaba el fresco aire portuario.  El diálogo fue corto pero ilustrativo:

—- Soy Fulano de Tal y quiero hacer una nota para Galicia Única, una revista de la web. De ser posible a toda la familia Piñeiro-Iglesias (aunque sé que andan muy atareados) o por lo menos a vos y muy especialmente a tu abuelo.

—- ¡Qué bueno!, ¡para Galicia! El viejo se pondrá muy contento. Esperálo, debe caer por acá en un rato. —- Gracias Javier, pero creo que no es el mejor momento ni lugar. Tendría que dialogar a los gritos con tu abuelo. Él merece ser escuchado con atención y ya tu hermano Andrés me puso en contacto con tu mamá que, a su vez, buscará que su padre me conceda una nota.

Mucha gracia me produjo el simpático Andrés. Orgulloso de sus raíces, pareció olvidarse de su cuna platense:

—- ¿De A Coruña?¡Nosotros somos, todos, de Pontevedra!

De Pontevedra es auténtico oriundo don Carlos. Más precisamente de Taborda, ayuntamiento de Tomiño. Desde niño dio muestras de empecinado voluntarismo y una precoz e innata visión para los negocios.

Nacido en enero de 1931, su niñez se vio enmarcada por el terrible conflicto fratricida que, al cabo de tres años y al llegar las represalias revanchistas de la post guerra, impulsó a su padre a escapar rumbo a Argentina para salvar el pellejo. Allá lo recibieron los padrinos de Carlitos que, tras muchos años en la emigración, se disponían a volver a España con “moitísimos cartos forros”, no sin antes dejar a su familiar en un buen puesto laboral.

Mientras tanto, Carlitos y su madre, doña Dolores Pereira, debieron ocultar a las requisas de los fanatizados “requetés” la pistola y los correajes del uniforme abandonado en la huida.

En las escuelas los niños eran aleccionados para “defender la Patria llegado el caso”.

Cada niño tenía, maniobraba y desfilaba con un fusil de madera –, rememora.

Aunque su familia tenía casa y campos, las penurias de toda España también alcanzaron a los Iglesias-Pereira.

Tiempos de rápida maduración de los niños.  Al salir su madre temprano en las cuadrillas de jornaleros, encargaba a Carlitos:

—- ¡Neno!, bótalle un ollo a téu   irmán e na lareira deixo o que tés que botar na pota pra comer a miña volta!

(Aunque solo se expresa en castellano, no puede evitar que, cada tanto, se le enrede alguna palabra o expresión de la dulce lengua materna).

El pequeñito no solo cumplía el encargo materno, sino que, espiando a los furtivos cortadores de pinos, volvía cuando estos se habían llevado el apetecible tronco, despreciando las puntas y ramas menores.  Cortaba, seleccionaba y transportaba los restos aprovechables para – “vendérselos por metro, a las gentes de la ciudad que venían en busca de leña”-.  Entre restos de pinos trozados y bien aprovechados, había nacido el sentido comercial que marcaría para siempre la decidida personalidad de don Carlos…y cimentaría su prosperidad. El niño, por sí mismo, supo ver oportunidad de ganar dinero donde los demás solo veían basura.

—- Eu non tiña por qué salir de Jalicia: tenía abondo para mí; además mis padrinos ya me habían dicho: “Carliños: lo nuestro será tuyo algún día, porque tú has de cuidarnos hasta el fin.” Pero mi madre no quería más que verme lejos de España y que me reuniera con mi padre para no tener que hacer el servicio militar. Me decía ella:

—- ¿Non ves como volven cheos de piollos, famentos e deljadiños que dan pena eses rapaces noviños? ¡Váite co teu pai agora que ainda tes tempo, meu filliño, váite, que logo vou eu a Bos Aires convosco!.

—- Era menor, pero yo solito me ocupé del papeleo, idas y vueltas a Tuy. Tomaba el tranvía hasta Gondomar y me iba a la casa del cura y su mujer (lapsus luego corregido por hermana) y con su ayuda pude tener los papeles para embarcarme en Vigo. El pasaje de línea debió costar 5.000 pesetas, pero tuve que pagar 25.000, porque el barco que me consiguieron era un crucero de paseo (¿City Lisboa?) que iba parando en varios puertos. Estuve en Lisboa; quien no haya visto Lisboa non ha visto cosa boa. Una preciosidad, peces de colores por las fuentes. En la isla de Madeira se tiraban desde el muelle por una moneda y la sacaban entre los dientes.

—- ¿En qué fecha llegó a Buenos Aires, don Carlos?

—- Non lo sé, pero era el día que soltaron a Perón- 

(17 de octubre de 1945.  Carlitos tenía catorce años y nueve meses de edad. (N.del A.)

—- ¿Comenzó como ayudante de cocinero? –

—- ¡Qué va!¡Lavando platos, pisos y pelando papas en los mejores restaurantes!

Luego vinieron las cadenas de restaurantes en el centro de Buenos Aires, con infinidad de mozos (camareros) y cada vez yo aprendía más y me salían mejores empleos.

—- En algún momento usted se independiza y…-

—- Nunca del todo, yo trabajaba como chef para los mejores restoranes de Bs,As. y me pagaban muy bien. Solo en el último hice una sociedad. Cuando mi socio se iba de vacaciones yo cubría los dos turnos, y él lo mismo: de las ocho de la mañana a las doce de la noche.

—- ¿En qué momento y por qué decide venirse a Uruguay?

—- Yo no vine a Uruguay, vine a Piriápolis-, enfatiza.

—- Bueno, cuénteme cómo fue la cosa.

Don Carlos, como buen gallego viejo, es muy pudoroso a la hora de expresar sus más íntimas emociones. Las reprime. Quizás por aquello que nuestros mayores nos inculcaron en nuestra dura niñez: – ¡Os homes non choran, carallo!- En la charla (que preví duraría una o dos horas y que se extendió, gratamente, más de cuatro) solo en dos oportunidades vi relampaguear, (y apenas por tres segundos), un casi imperceptible brillo húmedo entre los párpados del viejo-niño vendedor de leña.

Le dio “reviravoltas” a su relato para esquivar la palabra morriña y respeté su renuencia. Sin que me lo pidiera, detuve la grabación y lo dejé hablar a su manera, sin apartar mis ojos de su rostro, tal como seguí haciendo durante esas valiosas cuatro horas de su vida que don Carlos me regaló.  En este preciso punto del relato se produjo el primer brillo fugaz en sus ojos.

—- Un día mi socio me dijo: Si querés conocer, aquí cerquita, nomás, un lugar parecido a Galicia, andá a Aeroparque, tomá un avión y bajate en Carrasco, ahí te tomás un remise y le pedis al chofér que te lleve a Piriápolis.

—- ¿Qué año era? –

—- No sé…las dos niñas eran pequeñas. Por el 66… me parece… Sí, 1966.

Estuvimos (el matrimonio y las dos niñas) un mes en el Genovés (hotel frente a la playa) y un día tomando café con el dueño en la confitería de la esquina (“Delta”,actual “La Goleta”), le pregunté a la propietaria, que era viuda, si vendería el negocio.

—- Si me dan lo que pido, sí.

—- ¿Cuánto pide?

—- Tanto– (una cifra muy elevada).

—- Se la compro. Y se la compré. Le puse ocho mozos y tres chicas para atender y despachar pedidos. Benita (su esposa) también echó una mano en las tardes.

—- ¿Cuánto tiempo la trabajó?

—- No sé… unos siete años, más o menos; pero lo mío era trabajar de chef en los restaurantes principales. Por eso me fui, solo, a Gran Canaria unos pocos años. Benita se me unió más tarde. Alternaba temporadas en España con Suecia. Hasta que regresamos a Piriápolis a fines de los 80 (creo que en 1989). Ahí empecé a trabajar en el Quijote… (en el ya por entonces prestigioso restaurante Don Quijote, propiedad desu hija Mabel y su esposo, el empresario gastronómico Luis Piñeiro).

—- ¿Y cómo comenzó lo de la paella gigante?

En eso se sumó a la charla una simpática señora que interrumpió el hilo del relato paellero y al enterarse de que también yo soy gallego, se invirtieron los papeles: doña Benita, que no los aparenta, pero confesó 90 años, ¡me entrevistó a mi durante dos horas!

—- Pero hombre, ¿cómo que nunca volvió usted a España? ¿Y eso? 

Fue apenas el comienzo y hablamos hasta de los misterios del amar; hasta que el buen don Carlos, harto de esperar y un tanto mohíno, le dijo: 

—- ¡Pero, mujer, déjame terminar de contar lo de la paella gigante, que el hombre se tiene que ir!

Doña Benita, antes de retirarse, bajando un poco la voz y con una sonrisa pícara, me reveló la verdadera razón del apuro de don Carlos:

—- Es la hora de sacar a pasear al perro, ¿entende?

—- ¡Ah! –

—- Mire, le sigo contando. Yo ya era muy conocido por mis paellas enormes y abundantes, pero la primera paellera verdaderamente gigante fue mandada a construir por Fomento y Turismo de Piriápolis. Fue una idea de promover Piriápolis por parte de varios dueños de restaurantes, entre los que estaba mi yerno Luís. Estuve presente desde la primera edición (van 24) incluso en otras que se hicieron en Porto Alegre y Pelotas, entre otros lugares. Dadas sus dimensiones colosales, cuando se debió trasladar a Brasil se pensó enviarla por helicóptero, pero el hombre (el piloto), dijo que un golpe de viento podía terminar en desastre y al final se envió por carretera cortando el tránsito en algunos tramos. (La distancia de Piriápolis a Porto Alegre es de unos 700kms. A Pelotas unos 500, aprox.)

Pasando el tiempo se hizo la primera paellera en dos partes, que ahora se usa para eventos “entre fuegos” donde se cocinan cordero y pescado en la playa de Piriápolis. Por último, se hizo una segunda de dos mitades. Cuando se unen las dos partes se sellan con engrudo (harina y agua) y se van apretando los tornillos hasta quedar totalmente sellada la unión. No pierde ni una gota.

Por suerte, la abundancia de testimonios gráficos en la web me exime de mayores comentarios sobre la magnitud de la ya famosa sartén (¡5 mts de diámetro y casi una tonelada de peso!) y la convocatoria que concita el interés turístico en ambas márgenes del Plata, e incluso fuera de la región.

Solo diré que los abundantes ingredientes que la componen (todos los mariscos proceden de la pesca local) deben ser mezclados y movidos con largos rastrillos planos de acero inoxidable, mientras el arroz es depositado en el enorme perol con ayuda de la esterilizada pala de una retroexcavadora. Chorros de caldo son bombeados, estratégicamente, desde un ducto que rodea a la descomunal paella.

Don Carlos, a punto de cumplir 93 años, ya no participa activamente de la elaboración, pero tomó su antorcha Javier Piñeiro, uno de sus nietos que, hace cosa de dos años y siendo maestro cocinero del Don Quijote, logró un muy honroso tercer puesto en el concurso mundial de paella celebrado en Valencia. Concurrió en compañía de sus padres y sus abuelos.

—- ¿Cuántas veces ha vuelto a Galicia, don Carlos?

—- Non lo sé…Muchas…

—- ¿Y qué sensación le causó reencontrarse con su viejo hogar?

Ahí se produjo el segundo relampagueo fugaz y húmedo en los ojos del anciano cocinero.

—- Mi madre, al marchar para la Argentina, regaló (malbarató) la casa de piedra y las leiras a un vecino que le pagó “tres perras” y agora valen muchos miles de euros. Ya no voy, pero cuando iba me quedaba en el pueblo vecino. La casa de piedra está casi igual, pero

No remató el pensamiento que me atrevo, tácitamente y con su permiso, a suscribir en su y en mi nombre, don Carlos:

Las personas que amamos y la habitaron fueron quienes justificaban el ansia de volver a tiempo. Las casas, los pueblos, las calles, las riberas de nuestra niñez, si están vacías de las gentes que nos amaron y hemos amado, son huecos cascarones de tristeza que devuelven ecos que lastiman.

Don Carlos y doña Benita llenan sus ojos y sus pulmones todos los días con el aire y los colores de la hermosa localidad uruguaya que, muy lejos de lastimarlos, es la que más se asemeja a su Galicia natal. Estampado queda.  Ya nadie podrá disociar la Gran Paella de Piriápolis del nombre de su principal y más añejo gestor, el chef gallego don Carlos Iglesias Pereira, o neniño de Taborda.