galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

ACTUALIDAD – Edición 447

Esta es semana de cambios. Me toca abandonar la paz del paraíso para sumergirme en el bullicio de la villa próxima.

Dice mi mujer…

—- Es lo lógico, a tus años.

Y yo le respondo que , que será.

El caso es que aquel niño de Cudeiro, nacido entre los brazos de la hierba, vuelve a las costumbres urbanitas. Por lo visto ya estamos en tiempo de esperar la hora final.

—- Tampoco te vas a Nueva York.

—- ¡Solo faltaría!

La verdad que son pocos los pasos de peregrino que tendré que dar para volver hasta este agro. Lo miro y remiro desde la ventana de la habitación donde os escribía siempre hasta hoy. Quiero fijarlo en mis pupilas para no olvidarme nunca de mi gente de aquí.  

Me despide la niebla que levantará el sol del mediodía y como la pasada fue noche de meigas no veo ningún ser de los que habitan este lugar hermoso. A saber en lo que se afana cada cual, porque a juzgar por las luces del árbol aún encendidas, se acaban de ir los Magos rumbo a Oriente, a ver si ponen paz en esas guerras. 

Me vas a permitir  que hoy me despida de cada uno de mis vecinos y vecinas porque son quienes han contribuido a que mi vida, por estos predios de Carreira, transcurriese muy feliz durante esta última década. Entre la grandiosidad del paisaje y esta gente que te digo, lograron que volviese a creer en lo básico… para lo que hube de olvidar las ambiciones propias de los de mi raza.

Te hablé muchas veces de Carmen, la mujer de Manuel y la madre de Maruja y de Manoli. Hoy me miro en su espejo porque le duelen las rodillas y ha dejado de andar, lo que hizo más frecuentes nuestras filosóficas conversaciones sobre la vida rural. Es la mujer más inteligente que conocí en mi vida, pero a pesar de vivir a solo ocho kilómetros de la Universidad, tuvo que dedicarse a la agricultura. Maldita dictadura.

Carmen y Manuel son la gente de mi mayor aprecio de los aquí nativos. A Carmen le debo la verdad de la retranca y a Manuel el conocimiento del territorio. Me llevó de la mano a los lugares que se esconden de los recién venidos y en cada trayecto me hizo comprender que la vida sana, en el sentido intelectual de la palabra, es la que conduce a la sabiduría.

Mis periplos con Manuel me hacen sonreír en la despedida. Los recordamos estos últimos días en los que intento agradecerle sus conocimientos.

También me son de mucho aprecio Suso y Susana, jóvenes que han elegido casa para vivir aquí como lo hizo Gloria en su día. Hasta hoy eran mis vecinos de al lado y ya los he anotado en la agenda de los inolvidables. Son gente culta y afable, dispuestos siempre a hacerte cualquier favor, gallegos de pro, respetuosos con mi cuasi ancianidad. Suso es el McGiver de la aldea y como yo soy un manazas de mucho cuidado he tenido que molestarle más de la cuenta. Nunca podré agradecerle tantos rescates de mis grandes ridículos con el bricolaje.

Sigo y me encuentro con una pareja extraordinaria. Ella, Betty. Como mi hermana y como mi hija. Él, Eliseo, como su padre. A Betty la conocí aquí pero con Eliseo compartí programa, “Desde Galicia para el Mundo” en TVE. Entonces era el mejor técnico de sonido y ahora –él sigue en el oficio- es el más experto en transmisiones vía satélite. Ambos luchan por mantener viva nuestra cultura popular y Betty ya domina el difícil arte de la música, toca muy bien el acordeón diatónico, ese que en vez de teclas tiene botones. Son gente única con la que compartí más de una excursión a las aldeas próximas y gratos momentos de cháchara mientras crecía su adorable hija Cashet, la de la eterna sonrisa.

Tampoco me puedo olvidar de la madre de Betty, Teresa, una venerable señora con un almacén de conocimientos en la cabeza, a la que agradezco su afecto en cada uno de nuestros encuentros.

En el corazón de la aldea verás casi siempre a Guillermo, al que no daré el gusto de enterrarme porque el mío será un cadáver para incinerar y dispersar desde el techo de la Galicia marinera. Es un buen hombre, amante de los caballos y de todo tipo de animales, peces incluidos que aún nadan divertidos en el antiguo lavadero. Mis nietos Guille y Paula cuando eran más pequeños les echaban de comer migas de pan, como a los pájaros. Con Guillermo comparte techo Ascensión, quien me pasó hace mucho tiempo en edad y también en dignidad, que hay que verla paseando hacia Proupín cuando son días de sol. Gente buena, toda esta familia. En su jardín escuchas risas de niños pequeños y esto me hace pensar en que esta aldea crecerá.

Por lo de pronto han hecho varias casas nuevas, aunque ya no me da tiempo de conocer a quienes las habitan; pero veo que es gente joven, a la que gusta el entorno natural.

Más de una vez te hablé de Sergio, el Dr. Cinza. Es médico de familia y de los buenos. Siempre supe que estaba ahí al lado y esto tranquilizaba mis aprensiones de salud. Como los dos éramos cerveceros –hasta que me prohibí el alcohol- mantuvimos muchas y serias conversaciones sobre el país… Es decir,  arreglamos el mundo. Es padre de dos gemelos que quieren ser futbolistas y de un bebé; de los pocos que puede presumir de vivir en un valle y trabajar al lado del mar. Esto imprime carácter. Ya lo creo.

Arriba de todo, en el mirador de Proupín, vive Ginés, un murciano al que yo otorgué el pasaporte de la Galleguidad por lo mucho que ama a este país. Fue cocinero de postín en Compostela pero le jubilaron los latidos desacompasados de su gran corazón. Dimos largos paseos juntos hablando de lo divino y de lo humano. Ginés conoció a personajes múltiples y como excelente gastrónomo sabe de qué pie cojean algunos mandamases de por aquí. Ambos somos discretos y por eso nos callamos el nombre del político que se bebió un Vega Sicilia de los caros para acompañar a una ensalada de lechuga.

Marisa y Federico han dejado definitivamente la universidad y la cosa pública para iniciar una vida de muy cultos ascetas, por eso hace tiempo que no les veo. Solo de ventana a ventana, porque he dejado de caminar por el sendero que pasa junto a su hogar para atravesar el agro. A ambos tengo que agradecerles la acogida que nos dispensaron cuando Gloria y yo llegamos a este paraíso. Gloria hizo muchos kilómetros a pie con Marisa, mi paisana y compañera de estudios. Ambos presumimos de haber tenido como maestro al ilustre geógrafo Albino Núñez. Marisa y Federico es gente que merece la pena y siento no haber echado más parrafadas en medio de esta paz de vivos. 

Aún hay más gente a la que debería dedicar mis respetos en el día de la partida, como por ejemplo Domingo, Manola o Pepe, a los que me encontraba en mis paseos. O Lourdes, la mujer de Tino, que ya cerraron a Taberna da Aboa. O Marina, que sigue de luto tras la partida de José. O Malcon y su mujer Carmen, que aún viven en London y solo vienen en agosto. Todos tuvieron siempre unos buenos días o unas buenas tardes en la boca para iniciar cortos parlamentos en nuestros fugaces encuentros por los caminos de la aldea. El simple saludo es señal de buena convivencia y eso, en estos lugares naturalmente sagrados, es indispensable.

Viviendo en mi paraíso solo discutí una vez con una persona: mi vecino José, que siente un profundo amor por su leira y no consiente que una hoja de un árbol que no sea suyo atraviese sus límites. Creo que fui yo el que se pasó tres pueblos aquel día en el que el temporal revolucionó la glicinia; por eso he de pedirle disculpas esta tarde, cuando me vaya. Porque tiene una familia adorable. Comenzando por su mujer, Victoria, y siguiendo por sus tres hijos: Gonzalo, Mónica y Maika. Son gente afable, hospitalaria, trabajadora, de esa  que merece la pena haber conocido.

Sé que no voy a olvidarme nunca de la aldea de Carreira, esta vida en común junto al paisaje admirable que me cautivó aquella primera vez. Llevo conmigo la sinfonía de cada tarde, el canto rumoroso del agua del Riamonte y la música de mis pájaros cantores. También el color de cuatro estaciones desde el mirador del Monte Castelo. Y mis cuentos de hadas, el sol saliendo por detrás de As Pedras, todas las flores del jardín, el rincón mágico de este refugio, los atardeceres reflejados en los cielos, la Luna grande sobre el porche…

La aldea es la vida, la paz sobre los campos cultivados y la grandeza de las gentes que hacen posible la feliz convivencia. Volveré de cuando en vez a escuchar los cantos cantados ya y a pisar mis propias huellas en las corredoiras que se pierden entre el paisaje único.