LA PECAMINOSA LEYENDA DE LA FLOR DEL CEIBO*
Por J. J. García Pena
No daban crédito a sus ojos. No solo animales y frutos nunca vistos en Europa, Asia o África, sino horrendas relaciones obscenas, libremente consentidas entre humanos, llenaban de estupor a los recién llegados con cruces, mastines y arcabuces.
Aquellos primeros exploradores eran, a la vez, portadores y conducidos de una doctrina que, al tiempo que aplicaba con entusiasmo (y sin remilgos) ejemplares y merecidos castigos «hogareños» (léase: purificación mediante hoguera) a los herejes propios, abominaba del » nefariam peccatum» (pecado nefando) «y de toda otra perversión carnal afín a Lucifer y contraria a los mandatos de nuestro Sagrado Evangelio».
Ya por ese entonces los ministros de tal secta (vulgo curas) tenían vedado casarse o cualquier otro tipo de acercamiento que implicase contacto sexual. El culto a Onán, por tanto, debió haber ocupado, probablemente entre ellos, el lugar que Natura les tenía asignado.
El paso de los siglos, especialmente XX y XXI, demostró que los diques artificiales, rota su continencia, suelen arramblar con las víctimas más inocentes..
—– ¿Cómo no abrir, los azorados invasores sus beatas bocas ante tal «degeneramiento» de tan descarados idólatras? ¿Ante tanta diversidad de insólitos relacionamientos íntimos observados en» estas tierras de infieles»?
Las sucesivas hordas soldadescas quemaron o destruyeron todos los ideogramas, evidenciados en madera, fibra, piedra,corteza, tela o cerámica, que cayeron en sus manos y fundieron en lingotes las estatuillas de oro que simbolizaban sus apetencias carnales.
A pesar de ello, un puñado de tales testimonios llegaron hasta nuestros días. También nos llegaron, un tanto «aligerados» por los severos censores de la Inquisición, los relatos escandalizados de buenos y puntillosos cronistas y testigos de tinta y pluma o de armas tomar .
Escuchemos solo a dos, para no aburrir, que tenemos que proseguir con el tema de fondo:
—- Entre ellos vi una diablura, y es que vi un hombre casado con otro, y estos son unos hombres amariconados…» (Alvar Núñez «Cabeza de Vaca).
—- Algunas indias hay que no conocen hombre alguno de ninguna calidad, ni lo consentirán aunque por eso las maten. Estas dejan todo el ejercicio de mujeres e imitan a los hombres y siguen sus oficios como si no fuesen hembras… (Pedro de Magalháes Gandaro).
Cambiemos rápidamente de tercio y aspiremos los perfumados hallazgos vegetales, tan curiosos, que más de un bisoño descubridor creyó haber dado, nada menos, con el perdido y anhelado Paraíso Terrenal, cruel teatro, ¡ay…! de nuestro primer desalojo:
—- ¡Mire y desengáñeme, si no, vuecencia, fray Manuel, si aquesta nunca vista flor non reproduce todos e cada uno de los instrumentos de la Pasión de Nuestro Señor!
—– ¡Voto a tal, maese Gonzalo! Razón sobrada lleva usía. Todos ellos parecen tan mesma y distintamente como viendo estoy sus venerables barbas: los tres clavos, las cinco feridas, la corona de espinas, la columna de azotes, los cinco apóstoles que se mantuvieron fieles, los flagelos, la…
¡La hostia! ¡No falta detalle….!
—- Por ventura, ¿ qué nombre le dan aquestos infieles a este floral prodigio del Cielo?
—- Creo entenderles algo así como mburucuyá —
—— ¡Hummm! Suena a pagano… ¡Nada, nada! Desde hoy hay que enseñarles a llamarle Pasionaria, o flor de la Pasión. ¡Es una señal de Arriba!
Y así, paso a paso, fueron re-nombrando a su gusto cuanto animal, geoforma, planta, tribu o región se les cruzaba, aunque tuvieran nombre desde hacía quince mil años. Hasta que, no más llegar al Paraná Guazú, (hoy Río de la Plata) divisaron un grupo de cazadores nómadas vivaqueando a sus anchas, y sin meterse con nadie, bajo un frondoso árbol de desconocidas cuán rojas flores a las que, en un pis-pás, y sin decir ¡agua va! le atribuyeron, no sé a cuento de qué, un disparatado origen, más lúgubre y previsible que el de La hija de Juan Simón en blanco y negro.
Lejos estaban aquellos denodados trotatierras de sospechar que, cinco siglos más tarde, un su paisano, –pacífico y gallego por más señas– daría a la estampa esta luminosa y muy Pecaminosa y Apócrifa Leyenda de la Flor del Ceibo.
Cuenta la leyenda que en una tierra feraz y templada, al este del Paraná Guazú, mucho antes de la invasión blanca, vivían en plena armonía con la naturaleza y entre todos sus miembros, varias tribus de un común y lejano origen asiático, manifiesto en sus rasgos mongoloides y carácter habitualmente apacible, salvo cuando un peligro en común amenazaba su idílica existencia de cazadores recolectores, oficio que había comenzado en tiempos sin memoria más allá del Estrecho de Béring.
Los niños eran cuidados por todo el clan sin distinguir si eran hijos, vecinos o sobrinos. Posiblemente fueran todo a la vez, pero nada de eso importaba. Lo mismo sucedía con el sexo, que se practicaba apenas semiocultos por los regulares pastizales de la ondulada pradera.
Los límites éticos los dictaba una sola doble regla: Nadie fuerce a nadie, porque nadie es objeto de nadie. Las personas de cualquier edad y sexo tenían idéntico valor ante la comunidad.
Pero como necesito un pretexto para explicar el por qué de la forma, textura, turgencia y color de la bellísima flor del ceibo, saco de la manga un urgido adolescente que se saltó a la torera (aunque toros, lo que se dice toros, aún no había, pero es un decir…) el Primer y único Mandamiento. Así que no hubo más remedio que desterrar por largo tiempo de la Banda Oriental del Paraná Guazú, al libidinoso quebranta normas.
¡Acerbos e interminables fueron sus días sin los consuelos y regalos de su añorada tribu! No obstante, la soledad le permitió, sin ambages, aceptar y purgar su culpa e intentar hallar, mediante la introspección profunda del anacoreta, la forma de lograr el perdón de sus hermanas y hermanos.
Una noche de desvelo, tanto y tanto se concentró en su deseo más íntimo, que a la mañana siguiente el anodino árbol bajo cuyo follaje el exiliado amparaba su desvalida humanidad ,amaneció lleno de adorables florecillas que reproducían en sus mínimos detalles, como en la Pasionaria los sagrados estigmas, todos los atributos de una carnosa y apetecible vulva humana.
Comprendió que solo faltaba rematar el cuento y , animoso, decidió el regreso, en la certeza de que, presentando tal prodigio a la tribu , no podrían negarle su perdón. Claro que no podría retornar a su toldería a rogar cobijo y perdón con el árbol a cuestas, pero concibió un plan digno de un genial estratega:
Le entregó un puñadito de semillas del ceibo portentoso a un chasqui maratonista que solía pasar corriendo una vez a la semana, con el encargo de que las plantasen en uno de los principales aduares de la tribu, a la espera de su llegada.
Luego armó un ramillete de rojas flores que, de verlo, envidiaría la misma Sara Montiel. Y allá se fue a pié, porque los caballos aún… (bueno , ya sabés: lo mismo que los toros).
El caso fue que, en llegando, fue recibido bajo palio del florecido ceibal con más aspavientos y lágrimas que el Hijo Pródigo (se ve que también lo extrañaban, ¡pobrecitos!.)
Acto seguido, se postró y gimió contrito y sin tretas, ante la bella violentada, que lo recibió encantada por el novedoso bouquet que le fue entregado por el apuesto doncel con la misma elegancia floral que desplegara en su día Quevedo ante la hija del rey para mofarse, vil y solapadamente, de su cojera.
Pero la bella nativa, como no sabía ni le importaba si su padre era Cacique, Corregidor o vendedor de baratijas y además no era renga, agradeciendo el gesto del emplumado y arrepentido mancebo, dio por superado el enojo y ambos danzaron Despacito y Llévame en tu bicicleta, hasta que el D.J., de la tribu, agobiado por tanto bailongo inculto, se llevó el bongó bajo el brazo, y colorín colorado, esta novísima y sin par leyenda ha comenzado.
* En memoria de María Josefina Salveraglio Nicola de Nin (Majó), coabuela de nuestros nietos, fallecida hoy mismo, pero predestinataria de este cuento absurdo, que se pensó hace un mes y nació en la mañana de hoy, sin saber, aún, el final de una ni del otro, bajo la promesa e intención de entretener y hacerle reír en su prolongado e injusto lecho de dolor.
—- Perdonáme que no lo terminé a tiempo de hacerte sonreír un cachito, querida Majó. Descansá en paz, por siempre. Mi abrazo a Luis y a vuestras hijas…
Javier.