galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

LOS MUERTOS NO QUIEREN PRIMAVERAS

Por J.J. García Pena

No pregunten en qué necrópolis o ciudad sucedió. Ni siquiera en qué país ni continente. Es lo de menos. Tengo la íntima convicción de que podría ocurrir  en casi todos ellos. Pero su recuerdo se me fusionó con el de la  Guerra del Golfo.

Solo diré, para ubicar la acción, que el camposanto tiene su  doble entrada sobre una despejada avenida citadina. Una, la principal, es una majestuosa triple arcada neoclásica. La otra, un práctico portón de hierro enrejado. Practicada en el mismo muro y distanciada de la primera por unos sesenta metros, esta es la única entrada para vehículos. Cruzando la avenida se encuentra un amplio espacio público que contiene puestos de flores, bancos, árboles y un estacionamiento.

Obligado a una espera de veinte minutos, mataba el tiempo escuchando en la radio las alternativas bélicas de la Operación Tormenta del Desierto cuando, como si se tratase de la inesperada  proyección de un filme de Fellini, hizo su aparición una comitiva mortuoria. La madre de todas las batallas, en la radio, pasó a un segundo plano. 

Toda mi atención se centró en la escena que jamás se borraría de mi mente. Cuando terminó, podrían haber aparecido  The End y  todos los créditos técnicos de un  filme recorriendo  la improvisada pantalla del muro del cementerio  y  no me hubiese sorprendido. Tal vez a ustedes, al final de la lectura,  les suceda otro tanto o, mejor aún,  les remueva experiencias similares.

Repantigado en butaca preferente, a resguardo del sol de la calurosa mañana y con tiempo de sobra, me dispuse a no perder  detalle del, a la postre, insólito espectáculo, tan inopinado como gratuito.

La lenta caravana estaba encabezaba por un rico «coche insignia«,  traslúcida carroza del principal e involuntario  protagonista. Unas fileteadas  letras doradas pregonaban la reconocida  alcurnia de cierta  empresa de pompas fúnebres. Tras el elegante catafalco rodante  se detuvo un no menos impresionante vehículo porta-coronas, tan prieto de ellas, que podría pasar por ser una rotunda alegoría de la  mismísima primavera.

Cuatro amplios e idénticos coches de la misma empresa  y un séquito de media docena de autos privados, completaban el cortejo fúnebre. Ya vacíos, dejaron sobre la vereda un escaso medio centenar de personas  mayores muy bien vestidas, entre las cuales se contaban, con los dedos de una mano, las que no alcanzaban los cincuenta años. El estilo y grave empaque del lujoso féretro de madera laqueada, presuponía la edad de su silente usuario.

Cuatro prudentes choferes de la empresa funeraria  depositaron, con lentitud y gentil profesionalidad, el señorial ataúd sobre un previsto transportacajones que aguardaba en la arcada mayor.

A una señal del uniformado receptor del cementerio, el difunto  comenzó a rodar, triarco adentro,  hacia su destino final, empujado por las pocas fuerzas sumadas de tanto anciano congregado.

Llegados a este punto, me vienen irracionales ganas compulsivas de hacer una pausa para vender  pisos, jamones pata negra, fregonas  y dentífricos, como en la TV. Es que… tantos años de mirón telepasivo ¡ya me dirá usted! No obstante, me contengo, retomando el relato y mi respeto por el lector.

No bien se perdió de mi vista el sarcófago llevando tras de sí sus últimos sollozos, aquellos cuatro ceremoniosos portaféretros de guante blanco, se animaron súbitamente de manera tan asombrosa, que me recordaron a Benny Hill y al Chaplin primitivo, juntos.

Se diría que, pillados in fraganti holganza,  un gerente rencoroso e invisible los hubiese amenazado con enviarlos al paro. Mientras dos de ellos se hacían, precipitadamente, con una corona del florido carro portaofrendas, el  tercero abría el baúl del primer coche portadeudos y procedía a cerrarla con presteza,  mientras el cuarto esperaba, con la tapa levantada, la segunda corona sustraída y todos reiteraban, como número ensayado,  la escena anterior. 

Así, hasta completar los cuatro coches oficiales del lujoso cortejo contratado. El responsable del coche portamuertos oficiaba de atento centinela. Ninguna de las coronas sustraídas -ni algunas otras que pude alcanzar a ver-  portaba la clásica banda morada  que las suele identificar, mintiendo verdades en letramoldes de oro falso, en la sala velatoria.

Terminada la cosecha, cada  chofer  volvió a su puesto con su habitual careta de circunstancias. Como en las malas películas, se adivinaba el final:

El conductor del vehículo pirateado -el único que  en ningún momento dejó  su puesto- con cronometrada pericia arrancó y  tras esquivar al «coche insignia» traspasó el portón de servicio,  perdiéndoseme de vista entre túmulos y mausoleos. No me quedé para ver el previsible epílogo. Había visto más que suficiente.

Me retiré con alguna duda ingenua…

¿Qué nuevo uso les darían a esas coronas?

¿Serían pro-recicladores, nobles e incomprendidos?

¿Hasta cuándo los deudos compungidos se harán cargo de las bandas, oportunamente enrrolladas?

¿Alguien las desenrollará?  ¿Para qué lo hará?

¿Hasta cuándo, junto con ellas, sobrevivirá el repelús insensato del enlutado libro de firmas testimoniales?

¿Quién se regodeará en su lectura? ¿Por qué?

Ese día, en ese momento, estrené una certeza: no volvería a gastar  mi dinero en arreglos florales para muerto alguno. Y mis allegados ya saben que no aceptaré ni una flor póstuma sobre mi cajón.

Desde entonces, y a cuenta de ese gasto futuro abortado a tiempo, compartimos, entre bocado y bocado de asado, una buena ensalada de lechuga. Disfrutamos en vida, además de la mutua compañía, de lo que nadie querrá robarnos en muerte.